Artículo a tres columnas que ocupa 2 páginas ilustradas con 30 postales sobre diversos temas y algunos sobres timbrados. La mayoría de las tarjetas llevan el sello del correo de Buenos Aires. La extensa nota se titula “La Tarjeta Postal” y la firma Darío desde París, aclarando que se trata de una colaboración especial para La Nación. Escrita en marzo de 1903, fue publicada al mes siguiente como nota literaria en el Suplemento Semanal Ilustrado (I, 32, 9 de abril de 1903) de La Nación.
Se trata de un testimonio del impacto que la cultura de masas tuvo en los escritores de principios de siglo: «la comunicación, si escasa por la palabra, es más elocuente por la imagen. Es la ilusión de la presencia.».
“La tarjeta postal”.
(Especial para La Nación)
De varios países de América, varias amables damas me hacen el honor de enviarme sendas tarjetas que solicitan un autógrafo. De todas clases han llegado: con figuras de niños entre flores, con vistas y paisajes, con retratos de reinas y de cortesanas famosas, con sencillas viñetas, y con complicados dibujos. He atendido gustoso las solicitudes; pero tiemblo ante el error que he cometido. ¿Cómo, yo, que he sido empleado de correos en nuestra gran ciudad de Buenos Aires, he podido cometer error semejante? Una vez escrito el autógrafo en la tarjeta, he guardado esta cuidadosamente en un sobre, y la he remitido a su dueña. Más de una me fue devuelta: “Hágame Ud. el favor de volvérmela a mandar sin sobre, franqueada con su correspondiente sello de diez céntimos, porque de otro modo no sirve para mi colección”. He obedecido y he agregado: “Señora”: o “Señorita”. “No hallo cómo excusarme sino diciendo que he tenido el pudor de la cuarteta. Ahí va la cuarteta desnuda y la tarjeta postal debidamente franqueada. Pero ¿no podría Ud. remitirme en cambio su fotografía? Yo soy coleccionista de imágenes de mujeres hermosas”. La verdad es que la moda de la tarjeta postal ilustrada, ó artística, aumenta cada día más. Hay ya colecciones famosas, y ejemplares y series que, en la Bolsa especial e internacional del artículo, adquieren exorbitantes precios.
No hay duda de que es una distracción más estética que la de los sellos de correo. Además, esos cartoncitos rectangulares son gratos y pintorescos mensajeros. Cuando vais en viaje, por un lejano país, muchas veces no os es fácil el escribir una carta a tales o cuales personas de vuestra afección; y una o dos palabras puestas en una tarjeta postal ilustrada que echáis en el próximo buzón, llevan vuestro recuerdo con la imagen del paisaje o del lugar en que escribís. Por eso en todos los puntos de la tierra a que la Agencia Cook conduce sus caravanas, encontraréis en abundancia los puestos y tiendas de tarjetas con las variadas fotografías de los monumentos, curiosidades, personajes célebres, y demás particularidades de la ciudad o pueblo, desde la recóndita China hasta la clara Italia, desde las pirámides hasta el país del Sol de media noche.
Hay otra virtud de la tarjeta postal ilustrada y no la menos interesante como comprenderéis. Por ley de la moda, una señorita que no podría escribir cartas a un caballero de su simpatía sino a furto, a escondidas de sus padres, corresponde con él libremente y diariamente, si se le antoja, por medio de la propagada cartulina. Y aún la cartulina misma, con el simbolismo de sus flores, o de sus figuras, suele decir más que un largo pliego. “Galeoto fu…” Mientras más tarjetas llegan, más aumenta la colección y más enciende la hoguera el rendido amador que “declara su llama”.
Las musas, antiguas celestinas, ayudan en muchas ocasiones. Luego, si los enamorados viajan, la pasión, la novela, se matiza de impresiones. Ella enviará de las orillas del Rhin una tarjeta en que entre viejos torreones de castillos de burgraves, junto a las ruinas, o en las aguas del río, expresa que la memoria es vivida, que no hay mengua en el querer, que Lorelay le aprueba su fidelidad. El, desde Nápoles, por ejemplo, le envía un Vesubio parlante que patentiza la perenne fuerza de amor, el deseo del maravillo incendio, la lava del beso; o sobre el mar azul que amó Virgilio, el beso del verso. Mamá sonríe; papá no tiene nada que reprochar, con tal que en términos galantes esas cosas sean dichas. Es el uso, es la moda. Y esa nueva rama de la filatelia se complica de venusinos comercios. Por algo las palomas de Venus ha tiempo que hacen oficio de carteros. Y qué espejos reveladores psicológicos, qué demostradores de caracteres y de espíritus pueden ser esas tarjetas. Por su elección y selección se conoce la persona que las envía, sus gustos, su cultura, su modo de ser, su fondo. El eterno cursi y el pasajero nov, son descubiertos al instante. Porque los fabricantes han puesto en ellas todas las manifestaciones del tacto social y del valor intelectual, desde las palomitas con una flor en el pico, hasta las reproducciones exquisitas de las obras maestras del arte. Hay series que son ricos museos en miniatura, y otras dignas de adornar trastiendas de pulpería o aposentos de portera.
Aquí tenéis una: “La Gioconda”… Aquí otra: “El arte de amar”…
¿Quién fue el primero que usó tarjetas postales para comunicar lo que antes habría escrito en una carta o esquela? ¿Y cuándo apareció la primera tarjeta postal ilustrada?
Mi erudición no llega a tanto, a pesar de haber sido empleado de correos en nuestra muy noble y muy leal ciudad de Buenos Aires. El uso es reciente y el abuso mucho más reciente aún. Si se tratase de la estampilla os podría decir que se le debe a Francia, aunque muchos tratadistas pongan su origen en otras naciones.
Se ha descubierto un reglamento fechado en 1652, en donde se lee: “Se hace saber a todos los que quieran escribir de un barrio a otro de París, que sus cartas, billetes, o memorias, serán fielmente llevados a su dirección, y que tendrá una pronta respuesta, con tal de que, cuando se escriban, se ponga, con las cartas, un billete, que llevará porte pago, porque no se recibirá dinero. Ese billete será atado a la dicha carta, o de otra manera que encuentren a propósito, de modo, sin embargo, que el empleado pueda verlo y quitarlo fácilmente”. Pero, respecto a las tarjetas no estoy tan documentado. Se que las hay de todas clases y colores, y que se escriben firmas y versos en ellas. No sé más.
Hay carísimas, hay baratísimas, hay muy bellas, hay muy feas, las hay de tantas maneras, que la más rabelesiana paciencia de enumeración retrocedería en la tarea de señalarlas.
¿Podré decir que me he visto libre de las innúmeras ofertas? No. He comprado en Nápoles y en Londres, en un rincón de Sorrento, en Capri, en Pompeya, en el último villorrio italiano, y en las ciudades escondidas de la tierra flamenca, en Brujas la muerta, y en Amberes la viva, en Madrid, en Lisboa, en Nueva York, en un peñón de Normandía y en la butte sacrée de Montmartre. Porque el vendedor de tarjetas postales os asedia, os conquista y os obliga. Aquí en París, no dais un paso sin encontraros con la dichosa invención. Las halláis en los quioscos de los bulevares, en los estancos de tabaco, en las librerías y papelerías, en almacenes especiales, a la entrada de los monumentos públicos, entre las manos de los camelots, que las pregonan y alaban. Siguen la actualidad, propagan la celebridad, ayudan al bien y al mal; poéticas, pletóricas, ridículas, religiosas, patrióticas, ingeniosas, obscenas. Hay lugares que están llenos de ellas, en especial ciertos pasajes como el Jouffroy. Cada día se ofrece una serie nueva que atrae a los transeúntes, y a cualquiera hora que paséis, encontraréis un grupo de curiosos delante de las vitrinas en que se hallan expuestas las atrayentes figuras. La libertad, o el abuso del desnudo que en muchas de ellas se nota, ha levantado las protestas de algunos miembros de la Liga contra la licencia, y sobre todo, del famoso senador Berenguer, nombrado Le pere la Pudeur. No creo que aquí haya que enseñar nada a nadie en materia de vicio, y París no es propiamente una ciudad de recogimiento y de virtud; pero en verdad, la mayor parte de esas exhibiciones deben evitarse, si no por amor al pudor, por amor a la belleza, y en esto sí, Paris estaría en su razón. Las desnudeces que se reproducen apenas pueden despertar el entusiasmo de ancianos degenerados y colegiales corrompidos; son groseras escenas sin gracia ni encanto, cuadros vivos de burdel que la malla defiende de los reglamentos policiales; gastadas histrionisas del placer venal que en disfraces y modos distintos se prestan al objetivo fotográfico. No creo que esa clase de tarjetas tenga mucha venta.
Llaman la atención las series de soberanos deformados de Leal da Camara, que vienen después de los de Léandre. Hay las copiosas colecciones de retratos de artistas, de figurantes y mujeres alegres tan abundantes en este colosal mercado. La Otero – ya en su cuarto menguante – esta de mil maneras, y de otras mil la obesa Clara Ward; y la Mistinguette viciosa y la Lise Fleuron tontita con su gato, y las danzantes Guerrero, la yanqui de Veres, la italiana Cavalieri, y la española Tortojada, toda esa carne costosa, bruta y hermosa, llena de incontables rectángulos.
Hay las series militares y las series marinas; los académicos de la Francesa y los cancioneros de Montmartre; algunos cancioneros tienen series especiales, como el bretón Borrel, que aparece en su traje pintoresco, en acto de cantar, y junto a la figura, un autógrafo, una estrofa de la Paimpolaise, o de otra de sus canciones. Inútil deciros que Sarah anda multiplicada, y Rostand y Cirano y el Aiglon. Y los bandidos también tienen sus series. Hay la de Manda, la de Seca, la de Casque d’Or. No sé por qué no han publicado también la serie de Deibler. Quizá porque la guillotina está para desaparecer.
“Ya nadie escribe cartas”, —se lamentaba el otro día un discreto “escritor”— nadie tiene tiempo para ello. Ya la tarjeta postal ordinaria —preciosa para dar o recordar una cita, enviar un encargo, confirmar una convención verbal—habla, poco a poco, reemplazando a la carta. Hoy se la substituye con la tarjeta postal ilustrada, en la cual no se pone nada. No se puede menos que lamentarlo, cuando se vuelven a leer esas cartas que nos han legado los siglos precedentes y que contienen tantas anécdotas, tantas impresiones, tantas ideas, tantas revelaciones picantes. Nosotros no tendremos nada semejante que legar a nuestros sucesores. Se dirá que los diarios bastan. Sin duda. Pero no completamente. No se escribe ni de la misma manera, ni las mismas cosas, cuando se dirige uno al público, o se dirige a personas de intimidad”.
Es cierto. La vida actual, sobre todo, esta vida europea y en particular la de París, hace imposible la correspondencia epistolar. Y es lastima, porque un Voltaire o una Sevigné de la época, dejarán perdido lo que de otro modo habría sido aprovechable. Pero todo tiene su compensación, antes y después de que lo demostrase la palabra emersoniana. Si antes se recibía una carta, hoy se reciben cincuenta tarjetas postales. La emoción que produce la llegada del cartero es repetida. Además, la tarjeta postal puede llevar, como he dicho, el paisaje, la reproducción del lugar en que se encuentre la persona amada; y ahora que la fotografía también está adoptada como un uso elegante, y que uno mismo se puede hacer a su gusto sus tarjetas postales, la comunicación, si escasa por la palabra, es más elocuente por la imagen. Es la ilusión de la presencia. Y si es cierto que, según la teoría ocultista, en la reproducción de nuestra imagen por la luz queda algo de nuestro ser interior y misterioso de nuestra alma, la tarjeta postal fotográfica es el ideal de la correspondencia sentimental y amorosa. Cada carta postal querría decir, cuando de corazón a corazón no haya sino verdad de amor, atracción sincera, imagen de vida: “Te mando el alma del paisaje y el alma mía”.
Rubén Darío
París, marzo de 1903